por Edmundo Morales, médico de salud pública
Después de la lectura de Misa Campesina uno de mis colegas/estudiantes del Instituto Nacional de Salud Pública de México compartiò sus recuerdos …
Tenía unos 7 años cuando en una caja arrumbada en lo que era el consultorio de mi padre, descubrí entre libros viejos y otras cosas, un casete. La curiosidad obligaba descubrir el contenido almacenado en la cinta magnética, además el descubrimiento daba oportunidad a usar la “grabadora”, recién regalada a mi familia por el gobierno del municipio, el cual había recibido como donación un tráiler cargado de electrónicos chinos, seguramente parte de algún cargamento de contrabando confiscado. La luz eléctrica recién había llegado a mi pueblo y ese cargamento significó para muchas familias, la primera grabadora, plancha eléctrica o el primer televisor (aunque ninguna señal alcanzara a llegar a esa zona de la Sierra Norte de Puebla). El casete en cuestión tenia grabado por un lado canciones de Mercedes Sosa y por el otro, canciones de Carlos Mejía y “Los de Palacagüina”, el repertorio incluía canciones como Jacinto Tiradora, Chinto Jiñocuago, Quincho Barrilete, El Cristo de Palacagüina, Creo en voz y Misa Campesina. Cuando mi padre me descubrió escuchándolo una y otra vez, solo me contó que uno de sus compañeros se lo había obsequiado en sus tiempos de estudio en la UNAM, no me contó más y toda mi infancia crecí escuchando esa cinta, pensando que Carlos Mejía y su grupo eran mexicanos hasta que ya inmerso en el movimiento estudiantil en mis estudios en Puebla, descubrí el origen revolucionario de sus canciones y la verdadera nacionalidad. La confusión inicial surgió debido a que sus canciones hablaban de todas las cosas que me rodeaban y por otro lado reflejaban muchos de los valores de mi familia y su catolicismo, profundamente solidario. Tiempo después descubriría que tenía muchos más vínculos y cosas en común con compañeros que crecieron en el campo en Nicaragua, El Salvador o en Ecuador, que con mis compañeros de clase media nacidos en la Ciudad de México o Puebla. Te cuento eso, porque como estos recuerdos, la lectura de tu libro me regalo tantas y tan variadas remembranzas, que me detendré a contarte sobre eso, cosa que es para mí más importante, que darte una crítica literaria que sería inexacta y precaria.
Disfrute mucho la lectura de tus historias, casi todas ellas de una u otra forma, cercanas a profundos pasajes de mi vida. Tu transito por Nicaragua me recordó mucho la vida del compañero comandante Gaspar García, cuando te leía, cruzó por muchos momentos pasajes de la biografía de ese hombre humilde, amoroso y enérgico, resuelto a dar su vida por los pobres de cualquier parte del mundo, por cosas de la vida, esos pobres fueron los campesinos de Nicaragua, pero pudieron haber sido de cualquier parte del mundo.
Así fue que tus relatos congregaron al mismo tiempo, momentos de mi infancia en esa apartada región del norte de Puebla, las casa de tablas, los tiempos sin carretera ni luz eléctrica, la terrible pobreza, sobre todo de los indígenas totonacos que eran cerca del 80% de la población, las precarias condiciones de vida de la mayor parte de las personas, la labor de médico de mi padre en esas condiciones, pero también disfrutaba los relatos desde la perspectiva de estudiante de medicina, desde mis años en brigadas de voluntarios a comunidades como las que relatas y mi año de servicio social. En ese entonces estaba enamoro de la clínica, me apasionaba poder poner en practica mis limitados conocimientos para ayudar a personas de los pueblos que eran como el pueblo en que nací y crecí, cuando podía darle remedio a una enfermedad a algunos de los niños o niñas de esos pueblos, era como darle alivio a los amigos con los que jugaba en la primaria; pero que impotencia era saber que por mucho que me afanara en los conocimientos sobre clínica, nada mejoraría a largo plazo sin trabajos menos fatigosos, sin salarios de hambre, sin mejorar esas casas que no servían de refugio ni del frio, ni del agua, ni del viento, sin mejores oportunidades para alimentarse. Por esos tiempos mi madre me regalaba un disco titulado “Abril en Managua”, era el concierto en solidaridad ante la amenaza de una invasión estadounidense. Pronto las lecturas de clínica y nosología se fueron mezclando con las lecturas de economía política, marxismo, historia de México (y también de Nicaragua). En el movimiento estudiantil marxista encontré argumentos para entender y encausar las frustraciones de una formación médica distante de los problemas de mi país. Así fue como abandoné la intención de hacer una especialidad clínica y opté por la salud pública y así fue también que me comencé a formar políticamente y a participar en organizaciones de izquierda. En México eso es peligroso, en ese entonces mucho más peligroso que ahora, por eso mi madre siempre trató vanamente de alejarme de la participación política y la organización popular, cosa que contradecía los valores cristianos que creo, yo había tomado demasiado enserio.
Escribes sobre algo que hasta el momento no tolero, algo que me es difícil de tramitar emocionalmente y es el enojo que me provocan los colegas deshumanizados, insensibles y holgazanes frente al sufrimiento del prójimo. El desinterés por los pacientes y la mecánica burocrática con la que actúan me irrita, pese a que entiendo que las estructuras institucionales y las lógicas, condicionan en gran medida esas actitudes, nunca pude adaptarme a eso ni callarlo, lo que me ganó varias enemistades con colegas. Eduardo, admiro el tono en el que redactas esos pasajes, creo que yo sería mucho menos elegante. Por otro lado, te agradezco porque reviviste momentos de satisfacción enormes, momentos que uno atesora en la memoria como muestras de que un día uno fue útil, se ganó a pulso el pan o el café de ese día, el abrazo del campesino fue merecido, el kilo de tortillas o la servilleta bordada, como pago quedaron, daban el impulso, el respiro, la esperanza necesaria para continuar trabajando frente a las adversidades propias de quién está interesado en la salud pública. Claro que esos momentos en su gran mayoría se los debo al heroico quehacer del médico rural, en el anonimato -cómo deben ser las verdaderas obras de bondad y solidaridad- queda el quehacer del salubrista, porque nadie tiene que agradecer por la diarrea que no dio, el nene que no murió por neumonía, el embarazo que transitó sin problemas.
Como bien lo relatas, pienso que la práctica médica motivada por el amor al prójimo, en los pueblos pequeños, en los barrios, es la práctica médica por excelencia, porque los pacientes no son clientes, son personas y personas cercanas, conocidas, personas con la que entablas relaciones, afectos, incluso desafectos; en ese ambiente, las relaciones entre médico y pacientes tienen toda la carga de humanidad que puede existir, no el frio intercambio de datos de la practica hospitalaria urbana o de los consultorios destinados a expedir recetas. Estoy feliz de encontrar, a través de tu libro, tantas similitudes contigo.
Pienso que sí “Una elección es siempre una limitación”, pero también es la puerta para nuevas alternativas y estoy seguro de que, como yo, habrá muchas personas que agradecen las elecciones que has tomado, entre ellas la de escribir este libro tan henchido de enseñanzas sobre el amor que motiva el quehacer médico, sobre el compromiso social, sobre la esencia de cristianismo y de una revolución interminable, permanente.
Perdón si te aburrí con esas ideas sueltas y redactadas apresuradamente pero no quería dejar pasar la ocasión de agradecerte por los recuerdos que me evocó tu libro. Espero poder volver a conversar pronto contigo, porque además en reciprocidad, te tengo un regalo.
Se me ocurrió escanear el libro, así si se te terminan los impresos, puedes compartir el archivo PDF en un acto de autopiratería, para no perder la tradición familiar. Te anexo el archivo.
Abrazos compañero.