De “Misa Campesina. Un médico italiano en la Nicaragua revolucionaria” (p.216)
“Desde el alba del día anterior habíamos asistido al tránsito de camiones hacia Managua con ocasión de la Misa papal. Camiones repletos de gente en fiesta, provenientes de las zonas más remotas del país que tenían que seguir viajando todavía por otras diez horas antes de llegar a la capital. Para esa ocasión, se habían puesto a disposición los medios de las instituciones públicas. El país vivía momentos de tensión debido a los continuos ataques terroristas y al creciente temor a una agresión militar. Sólo tres días antes, diecisiete jóvenes habían sido masacrados por la contra en San José de las Mulas, en las montañas de Matagalpa. La expectativa era muy grande, el Papa – sin duda- pronunciaría palabras de paz, confirmaría la elección preferencial de la Iglesia para con los pobres y los oprimidos que la Conferencia Episcopal de Puebla había ratificado y la Revolución sandinista, a su manera, parecía encarnar. «Juan Pablo II, bienvenido a Nicaragua libre, gracias a Dios y a la Revolución», ese cartelón de bienvenida era, una vez más, la síntesis de aquella extraordinaria convergencia.
La llegada del Pontífice había sido preparada con mucho cuidado a través de una campaña de información acerca de los viajes precedentes del Papa en tierra latinoamericana, recordando el anhelo de paz y de justicia social que había recordado en todas sus homilías. Era el Papa que había interpretado el derecho a la tierra de los campesinos mexicanos, que había denunciado el hambre de millones de brasileños, que había condenado la guerra e invocado la paz durante el conflicto de las Islas Falkland-Malvinas. Los opúsculos con reflexiones y profundizaciones habían sido distribuidos a los periódicos. Toda la comunidad cristiana se había preparado con mucho cuidado para este evento. « ¿Qué le pediremos al Papa?», fue el tema central de muchas «celebraciones de la palabra» hasta en las zonas más aisladas de la montaña. «Queremos la paz» fue la conclusión unánime de un país agredido.
En la cocina, la radio estaba encendida a todo volumen, la voz del comentador radiofónico que seguía el evento se escuchaba particularmente emocionada, sobreponiéndose a los rumores de la Plaza 19 de Julio donde la muchedumbre continuaba confluyendo. Cuando la radio anunció la llegada del Papa a la plaza, suspendí las visitas médicas – sinceramente, pocas esa mañana – para seguir con atención la misa papal, junto a la gran parte del personal y de algunos pacientes. Payita, una de las cocineras me pasó una taza de café y un pedazo de pan dulce recién salido del horno.
El discurso del Pontífice estaba dedicado completamente a la Iglesia, con enfáticos e imperativos llamados a la obediencia a los obispos y al Papa de parte de los fieles, mientras las voces de fondo de la plaza entonaban un «Viva el Papa» hasta llegar a un claro, reiterado y sobresaliente «Queremos la paz», obligando a Juan Pablo II a interrumpir varias veces su discurso, hasta provocar en él una explosión de intolerancia, irrumpiendo con un autoritario: «¡Silencio! ¡Silencio!».
« ¡Silencio! ¡Silencio!», no puedo olvidar esas palabras lanzadas por el Papa durante la misa, contra la muchedumbre que había ido a aclamarlo.
« ¡La Iglesia es la primera en querer la paz!», gritó entonces el Papa, perdiendo la paciencia, frente a la insistencia del pedido de paz que se alzaba de la plaza. Pero, a continuación, no siguió ni una sola palabra de consuelo para las madres que pedían una plegaria en favor de sus hijos asesinados por la contra. N una palabra dedicada al sufrimiento de ese pueblo o un elogio al enorme esfuerzo de reconstrucción y de progreso.
Pocos días después, en los bolsillos de los contras capturados en el norte del país, se encontraron panfletos con la imagen del Pontífice en los cuales resaltaba la frase: «El Papa está con nosotros».”
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